jueves, 23 de febrero de 2012
El cielo y el infierno. Eduardo Galeano
Llegué a Bluefields, en la costa de Nicaragua, al día siguiente de un ataque de la contra. Había muchos muertos y heridos. Yo estaba en el hospital cuando uno de los sobrevivientes del tiroteo, un muchacho, despertó de la anestesia: despertó sin brazos, miró al médico y le pidió:
-Máteme.
Me quedé con un nudo en el estomago.
Esa noche, noche atroz, el aire hervía de calor. Yo me eché en una terraza, solo, cara al cielo. No lejos de allí, sonaba fuerte la música. A pesar de la guerra, a pesar de todo, el pueblo de Bluefields estaba celebrando la fiesta tradicional del Palo de Mayo. El gentío bailaba, jubiloso, en torno del árbol ceremonial. Pero yo, tendido en la terraza, no quería escuchar la música ni quería escuchar nada, y estaba tratando de no sentir, de no recordar, de no pensar: en nada, en nada de nada. Y en eso estaba, espantando sonidos y tristezas y mosquitos, con los ojos clavados en la alta noche, cuando un niño de Bluefields, que yo no conocía, se echó a mi lado y se puso a mirar al cielo, como yo, en silencio.
Entonces cayó una estrella fugaz. Yo podía haber pedido un deseo; pero ni se me ocurrió.
Y el niño me explicó:
-¿Sabes por qué se caen las estrellas? Es culpa de Dios. Es Dios, que las pega mal. Él pega las estrellas con agua de arroz.
Amanecí bailando.
Texto de Eduardo Galeano, "El libro de los abrazos"
Ilustración de Troche
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